domingo, 18 de marzo de 2007

Los inquilinos de Moonbloom

Para mí gusto hay tres tipos de lecturas: las horrorosas, las que te entretienen y las que te poseen. Las horrorosas te obligan a hacer un vaciado de recuerdos y olvidarte completamente de ellas por pura supervivencia; las que te entretienen... pues eso, te entretienen, pero no marcan un profundo surco en tu alma; y las que te poseen... a mí me producen diferentes tipos de sensaciones: algunas me maltratan con su prosa agresiva y su vocabulario ecléctico que me mantiene conectada constantemente al respirador en forma de diccionario, haciéndome sentir una cateta total; cuando finalmente te acostumbras a tu nueva posición respecto al genio que escribió tal prosa empiezas a disfrutarlas, pero no te dejan por ejemplo hacer uso de ese disfrute en la cama o en el metro, no, requieren un sillón, una buena iluminación directa y total concentración por parte del lector. No son cualquier cosa. Podríais pensar que es mucho sacrificio y un puntito de masoquismo por parte del paciente aspirar a descubrir muchas de estas lecturas, pero el buen lector ya tiene ese puntito. Leer conlleva un esfuerzo, pero cuando vale la pena, vale la pena. Porque hasta de lo más malo se aprende algo. Pero cuando alcanzas una lectura de este tipo, al final, cuando llegas a la última palabra de la última página y cierras el libro, notas el surco, la cicatriz que lleva el título del libro.

Los inquilinos de Moonbloom de Edward Lewis Wallant es la última novela que me ha poseído completamente. Me ha tenido más de un mes completamente enganchada. Días enteros sin poder acercarme ni un milímetro a sus páginas porque no le podía dedicar el tiempo suficiente, sabiendo que si hacía uso de mi osadía acabaría renunciando a ello y volviendo atrás en su lectura unos días más tarde. Ahí va su argumento patrocinado por la editorial Libros del Asteroide:

Norman Moonbloom es un perdedor, un pacífico inadaptado que, tras alargar sus años de universidad hasta la treintena, se ve obligado a aceptar el trabajo que le ofrece su hermano como administrador de unos apartamentos en Manhattan. Durante las visitas a los inquilinos, en las que tendrá que soportar sus indignadas quejas sobre el estado de las viviendas, conocerá una variopinta galería de personajes que son, en realidad, arquetipos del Nueva York de los cincuenta. Poco a poco, Norman irá asomándose a las vidas de sus arrendatarios, descubriendo sus más íntimos deseos y penas. Su trato será el detonante de importantes cambios en la vida de Moonbloom quien, desoyendo las exigencias de rentabilidad de su hermano y las indicaciones del sentido común, se embarcará en un desesperado intento por mejorarles la vida. Los inquilinos de Moonbloom compone con trazo enérgico, festivo y nostálgico, un imponente fresco sobre la Gran Manzana y el rigor de la vida urbana. Una gran muestra de la literatura americana de los sesenta, de un escritor llamado a figurar entre los grandes de su generación y al que sólo su temprana desaparición privó de un reconocimiento más amplio.

Puede que a algunos el argumento os parezca insulso o poco original. Bueno, es probable. Aunque si acercáis la vista a sus primeras páginas veréis que habéis cometido un craso error en vuestro prejuicio. Los inquilinos de Moonbloom es una alegoría de la Gran Manzana que utiliza como escenario no los maravillosos exteriores de Manhattan sino sus pisos, los apartamentos que acaban reflejando la personalidad de sus inquilinos. El héroe de la novela es el cobrador de los alquileres que cada semana tiene que cruzar la ciudad para visitar a estos vecinos excéntricos que sin descanso no cesan en proferirle sus quejas, lamentaciones, historias y demás que saturan al pobre Moonbloom hasta que tiene una revelación. Reparando las averías, pintando paredes, cambiando bombillas... podrá devolver la dignidad a los edificios y como contrapartida, a la de sus inquilinos. Todo bajo el inquisitorial reflejo de su hermano, propietario de los edificios, beneficiario de los alquileres y que preferiría ver caer las estructuras de hormigón que mover un dólar por ellas. Os recomiendo especialmente el clímax final y el marcado lenguaje figurado, lleno de simbolismos y con pasajes realmente brillantes.
La única pega: que el autor muriese y no pudiese codearse en la actualidad con los autores judeo-americanos de su generación como Bellow y Malamud.

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