Mañana hará 5 meses que conocimos a Olau. Después de pasar un embarazo tranquilo y casi clandestino gracias a una barriga que prácticamente no apareció hasta el sexto mes, el vikingo decidió adelantarse dos semanas y media. Rompí aguas en casa porque aquel día trabajé en el turno de mañana sino me pilla en la biblioteca. Así de bien me encontraba.
Me enfrenté al parto sin miedo. Había acudido a las clases de preparación al parto y leí diversos libros que me ayudaron a entender el proceso fisiológico del nacimiento, pero fueros dos lecturas las que más me realizaron: Parir sin miedo y Parir sin dolor, ambos textos de Consuelo Ruiz de los que os hablaré próximamente.
Aunque sabía todo los procesos que se sucederían durante el parto, no estaba preparada para una rotura de bolsa accidental. Es decir, que el vikingo rompió la bolsa pero no tenía intención alguna de venir al mundo todavía.
Catorce horas después de romper aguas, de caminar y caminar, subir y bajar escaleras, ir a hacer la compra semanal y demás trabajos para animar al pequeñajo a salir, nos tuvimos que rendir y aceptar que iba a sobrellevar un parto inducido.
En las clases de preparación al parto había escuchado a un par de madres que vinieron a hablar de sus experiencias en el paritorio y justo las dos habían sido inducidas. Relataban contracciones muy dolorosas, incapaces de aguantar sin analgesia.
Mi ilusión era disfrutar de un parto natural. Y escribo disfrutar porque me preparé especialmente para acompañar las contracciones sin bloquearme ni sentir pánico. Debo decir que mi tolerancia al dolor es más que alta y que desde mi primera regla he tenido contracciones (mucho más leves que las de parto obviamente) en cada menstruación.
Así que aguanté 38 horas de contracciones cada vez más fuertes. Lo viví como un proceso de acompañamiento al bebé, sentía que el trabajo duro, estresante y doloroso lo hacía él. Sorprendentemente no sentí dolor, era más una molestia creciente que me agotaba cada vez más a medida que pasaban las horas. Por más que me inducían, el vikingo decía que nanai.
Finalmente, cuando empezaba a sobrevolar la temida cesárea por la cabeza de mi matrona, nos decidimos a intentar la inyección de oxitocina y darle otra oportunidad al vikingo.
Dado que estaba más que agotada y con la posibilidad de tener que hacer una cesárea en cualquier momento, me decidí a aceptar la peridural.
En cuanto entró en mi cuerpo el primer ciclo de oxitocina, el vikingo despertó de golpe y casi no hubo tiempo para nada. Dos pujos y le conocimos. Fue muy extraño porque pensé que me embargaría un amor instantáneo hacia él, tan fuerte como para dejarme noqueada. Pero en su lugar sentí una tremenda ola de compasión. Tan pequeño, desvalido y sin nadie más que sus padres para cuidar de él. para quererle y procurarle todo aquello que necesitara. Fue raro.
Cinco meses después, hemos dejado atrás un puerperio que se me hizo especialmente duro. Durante semanas no pude deshacerme del sabor agridulce que me dejó el parto. Ilusionada como estaba por sentir como le ayudaba a nacer, poder verlo nacer de mí y de golpe no poder experimentarlo. Con muchas lecturas sobre el embarazo y el parto y prácticamente nada sobre lo que pasa después, me sorprendió la dependencia extrema que teníamos el uno del otro. Sentí que mi vida, tal como la conocía había quedado atrás y no había tenido tiempo de despedirme de ella.
Por suerte, ahora estoy en sintonía con mi pequeño vikingo que ya me reconoce, se ríe de mis chorradas y me funde el corazón cuando me mira fijamente para luego acariciarme la cara.
Y cuando se acaba el día, siento que el agotamiento que porteo ha valido la pena. Miro la carita tan relajada que pone mientras duerme y tengo que reprimirme para no llenarlo de besos. Ahora sí que no me cabe en el pecho todo el amor que siento por él y por su papá que duerme justo a su lado. Me convenzo y cierro yo también los ojos.